La objeción de conciencia del sanitario y la mala voluntad

El autor denuncia la persecución social que hay contra los objetores de conciencia en el sector sanitario. Considera que quienes se posicionan contra este derecho parten de la mala voluntad del objetor y defiende el derecho y la justificación del profesional objetor que actúa según su conciencia.
José López Guzmán, Miembro de la Asociación Española de Bioética y Ética Médica 12/06/2008
Desde hace meses advertimos que en los medios de comunicación se suceden las alusiones y comentarios sobre la objeción de conciencia de los profesionales de la salud. En general, estas declaraciones se posicionan sobre la cuestión sin entrar a discutir en profundidad su justificación moral y jurídica. Por ejemplo, no suelen reflexionar sobre los derechos fundamentales implicados, sino que directamente parten de un principio muy discutible: la mala voluntad de quien plantea una objeción de conciencia. Nuestro actual ministro de Sanidad, Bernat Soria, se permitió acusar a los médicos que plantean objeción de conciencia en el sector público de no hacerlo en el privado. Cuando, tras estas ofensivas declaraciones, se le exigió que denunciara los casos, se retractó, afirmando que tan sólo había querido poner un ejemplo (ver DM del 5-III-2008).

Sin embargo, como se puede advertir, estamos ante una clara muestra del principio anteriormente enunciado: en lugar de fundamentar una posición se acusa ciegamente y sin fundamento a aquellos ciudadanos que plantean el ejercicio de la objeción de conciencia.

A poco que reflexionemos podemos darnos cuenta de que el incremento de esta actitud inquisitorial representa una marcha atrás para las libertades individuales y, en definitiva, para un sistema genuinamente democrático. Sabemos que en otras épocas históricas al que discrepaba se le sojuzgaba incluso con la privación de su libertad. Baste recordar la situación de los jóvenes españoles que en el último cuarto del siglo pasado no estaban dispuestos a realizar el servicio militar obligatorio. Lo que resulta sorprendente es que, a pesar del tiempo transcurrido, las condiciones en las que actualmente se ven algunos colectivos no sólo no hayan mejorado, sino que, en determinados aspectos, sean peores.

Prueba de ello es la creciente actitud de denigración hacia quienes, en conciencia, manifiestan su deseo de objetar. A la ya mencionada acusación -sin fundamentar- de mala voluntad se une un uso interesado e ideologizado del lenguaje. Se crea una nueva terminología con el objetivo de ridiculizar a los posibles objetores. Tal es el caso de los vocablos «cripto-objeciones» o «seudo-objeciones».

La introducción de estos términos se inserta en una misma estrategia: deslegitimar a priori y sin justificación a los que pretenden alegar objeción de conciencia transmitiendo la falsa idea de que un Estado de Derecho no puede admitir «disidentes». Para estos «gurus oficiales» la figura del objetor de conciencia se acerca peligrosamente a la del delincuente. Con ello se consigue un claro objetivo: crear un clima social favorable para negar lo que precisamente diferencia a un sistema democrático de un régimen totalitario: el respeto a la conciencia de los ciudadanos.

Frente a esta actitud, sistemáticamente denigratoria, cabría otra más respetuosa con el honor y la dignidad que merecen todos los ciudadanos: denunciar directamente los casos fraudulentos de objeción de conciencia. No vale acusar a todos y luego retirar la mano. Hay que desenmascarar, si es que existen, a los desaprensivos. Ello beneficiaría a todos: a la sociedad en general, porque tiene derecho a una información veraz y no distorsionada de la realidad, y a los objetores de conciencia, evitando agresiones injustificadas a su honor y reputación profesional.

Además, actuando de esta forma nos acercaremos más a la realidad, percibiendo que, bajo muchas falsas acusaciones, no hay más que algunas pocas excepciones que confirman la regla. Por otro lado, también sería interesante que la sociedad percibiera verazmente la situación en la que se encuentran muchos profesionales que desean actuar según su ciencia y su conciencia. Así, por ejemplo, que supiera que es una simpleza afirmar que para los médicos es más cómodo negarse a prescribir la píldora del día siguiente o un aborto. La realidad es la contraria: aquellos médicos que no practican el aborto o que no prescriben la píldora del día siguiente tienen que justificar su omisión en sus centros de trabajo y, en muchos casos, viven bajo fuertes presiones oficiales.

Realmente, actuar en contra de lo políticamente correcto es, en la actualidad, muy difícil. Son muchos los profesionales que, por su condición de objetores en conciencia, se sienten sometidos a una constante presión. Esta situación no sólo es indeseable para la integridad de esos profesionales, sino también para los pacientes o usuarios, que necesitamos que nuestros médicos, enfermeros y farmacéuticos no se sientan acosados en su trabajo y estén en condiciones de ofrecernos lo mejor de su praxis profesional.

Un principio radical indefendible
Por último, es evidente que la verdadera cuestión de fondo no es si existen algunos falsos objetores. Lo que está en juego, con la objeción de conciencia, es su legitimidad y justificación en un Estado de Derecho. Es claro que el principio positivista radical de que «hay que obedecer siempre y en todo caso a la ley» ya no es defendible a ultranza. Tras contemplar las atrocidades y atropellos a los que su rígida aplicación ha dado lugar a lo largo de la historia, se entiende perfectamente la importancia de la libertad individual y del respeto a las minorías o disidentes.

Por otro lado, no podemos ignorar el presupuesto nuclear de la objeción de conciencia: la agresión moral que se le infringe a una persona cuando se le obliga a matar a otro ser humano, aunque éste se encuentre en la fase fetal. Para aquéllos que piensan que toda vida humana tiene una dignidad, que cada sujeto es único e irrepetible, que, como decía Kant, el ser humano es un fin en sí mismo y no un medio o instrumento para otros, la eliminación de un congénere les produce tal daño que, de llevarlo a cabo, les dejaría una huella indeleble para toda su vida. En cualquier caso, no hay que olvidar que la actitud del objetor no supone ningún riesgo para el paciente, ya que la mayoría de los sanitarios españoles no son objetores en conciencia. Obviar esta realidad sí que supone una verdadera mala voluntad.

http://www.diariomedico.com/edicion/diario_medico/normativa/es/desarrollo/1133887.html


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