El “yo” no importa

Dr. F. Borrell i Carrió

Médico de Familia. ICS. Profesor de la Facultad Medicina. Departament de Ciències Clíniques, Campus de Bellvitge. Universitat de Barcelona.

25 Abril 2008

¿Certifica la fragilidad del “yo” su irrelevancia?

El “yo”, por fortuna, no es estático, y pagamos con cierto grado de fragilidad esta propiedad morfológica.

Referentes filosóficos 
Derek Parfit y el “nada somos” 
¿Algo más contrario a la razón popular que despreciar la propia muerte? ¿Algo más contrario al sentido común que negar la importancia de mi persona? Y, sin embargo, así parecen creerlo los mártires yihadistas, y antes los kamikazes, y antes los héroes mitológicos… Y así lo creen también algunos filósofos, aunque por motivos bien distintos. Si para el guerrero el sacrificio le hace mártir y el martirio le da plaza segura en el paraíso, algunos filósofos desprecian la identidad personal por razones exactamente contrarias, porque no hay paraíso, porque nada vale ser un átomo de memoria en la colectividad, pero, sobre todo, porque en el fondo… “nada somos”, como afirman Derek Parfit1 (1942) y otros filósofos, al pairo de cierta moda orientalista.

 

¿No somos nada? Vaya afirmación curiosa… nosotros tenemos la impresión de ser personas autónomas que ejercen el libre albedrío, capaces de razonar e integrar nuestras vidas en un todo significativo… puede incluso que algo de nosotros trascienda nuestra muerte física… Y, mira por dónde, hay filósofos que se empeñan en demostrar lo contrario. Hume fue uno de esos. El filósofo escocés fallecido en 1776 pensaba ya por entonces que una persona es un conjunto de experiencias internas en el orden físico y mental2. “Tú no eres más que tus experiencias y pensamientos –nos diría–, no te hagas ilusiones de tener un espíritu bañando tu cuerpo, o superpuesto a tu cuerpo.”

Sin embargo, esta visión naturalista no está forzosamente reñida con dar importancia a nuestro “yo”. Admitamos que somos “tan sólo” las experiencias que jalonan nuestras vidas, y la memoria que conservamos de ellas… Y ¿por qué no?, también los pensamientos que en forma de creencias, actitudes o valores dan coherencia a las experiencias puntuales. Por ello, como decía Julián Marías, podemos ser distintos a lo largo de nuestra biografía siendo “los mismos”, porque tenemos una trayectoria biográfica, un relato de nuestras vidas que nos proporciona cierta consistencia y, sobre todo, una instalación, unos compromisos que nos atan a los demás3,4.

“¡Ah, no!, por ahí no paso”, nos diría esta vez Locke5. Eso es pura ficción. Usted confunde los deseos con la realidad.Usted cree que, por el simple hecho de llamarse Juan o Mercedes, usted es Juan o Mercedes toda su vida. Pero, ¿qué conserva de verdad del Juan o Mercedes de hace 20 años? Cuatro recuerdos confusos que, a costa de ser mal recordados, poco tienen de verdad. Usted, amigo mío, no es el mismo de hace 20 años, usted en el mejor de los casos vive en sus últimos 5 años o tal vez de los recuerdos activos en sus últimos meses. “Admito –nos diría Locke– que tenga algún pensamiento nostálgico de su niñez o juventud, pero es un hecho anecdótico. El flujo fundamental de su conciencia se realiza en su biografía más cercana.” Por eso, el médico que regresa de unas largas vacaciones nota el vértigo de no recordar un fármaco que manejaba de manera habitual, o el viajero se nota despersonalizado en una ciudad que no conoce, o el taxista se permite cambiar de personalidad con cada viajero que acoge, y para unos juega a ser dicharachero mientras que ante otros se muestra huraño. Así es de frágil eso que llamamos nuestro “yo”… ¿debemos lamentar su desaparición?, ¿debemos lamentar que desaparezca algo que de hecho se está transformando y desapareciendo todos los días?

Morir es una nimiedad

Un seguidor contemporáneo de estas tesis es Parfit, para quien “el ‘yo’ no importa”. Trata de convencernos de que morir es una nimiedad con varios experimentos mentales. En el primer experimento nos traslada a la nave espacial de Star Trek… ¿Recuerdan el “teletransportador”? El teletransporte consiste en coger todos los átomos de nuestro cuerpo y reconstruirlos a distancia. Imagine ahora el lector que una parte de estos átomos son sustituidos por error por otros átomos, eso sí, exactamente iguales… ¿continúa el ser humano teletransportado siendo el mismo? Admitamos que sí, pero ahora resulta que la máquina reproduce con la otra mitad de mis átomos otro ser humano, es decir, crea una réplica mía con la otra mitad de átomos originales. ¿Quién de los dos sujetos es “yo”?

Segundo experimento: usted es sometido a una operación y se le extirpa la mitad del cerebro. Sin embargo, con la mitad que le queda puede funcionar bastante bien… ¿alguien dudaría de que usted continúa siendo usted, con todos sus derechos de persona? Pero, cuidado, un cirujano ha cogido la otra mitad de su cerebro y se lo ha trasplantado a un hermano gemelo suyo, que se estaba muriendo debido a un ataque de apoplejía. Ahora su otra mitad habita el cuerpo de su hermano gemelo y, cuando despierta de la anestesia, revindica ser también usted… ¿A quién haremos caso?

Tercer experimento: usted tiene una enfermedad neurológica degenerativa y, a lo largo de 10 años, los neurocirujanos van sustituyendo partes de su cerebro por bioprótesis. Al final no le queda nada de su cerebro original, pero… ¿alguien dudará de que usted continúa siendo usted?, máxime cuando ahora recuerda mejor que nunca toda su vida, con alarde de detalles, gracias a nuevos bancos de memoria de “alta definición”.

Cuarto experimento: lo mismo que el anterior, pero la sustitución bioprotésica de su cerebro se efectúa en pocas horas. Esta vez sus familiares más próximos podrían decir que sale del quirófano sospechosamente “renovado”…

Disolución del “yo”

Todos estos experimentos suenan a camelo porque en la vida cotidiana ocurre exactamente lo contrario: en lugar de ir a mejor vamos a peor. ¡Si fuéramos a mejor no es previsible que nadie se preocupara por cuestiones metafísicas de esta índole! Pero desgraciadamente en la clínica diaria se nos ofrecen múltiples casos de disolución del “yo”. Por ejemplo, las demencias, que merman nuestras facultades sin que podamos decidir con precisión qué día dejó alguien “de ser el que era”. Sin embargo, pasados unos años, el cambio de personalidad es evidente. O las amnesias parciales, episódicas o totales. O los cambios de personalidad, o los casos de doble personalidad, o las transformaciones episódicas de personalidad debidas a una enfermedad orgánica, o a un brote psicótico, o a un estrés postraumático severo, capaz de desfigurar nuestro “yo” durante unos meses. En todos estos casos, y posiblemente algunos más, queda en evidencia la fragilidad de nuestro “yo”.

Ahora bien, esta fragilidad del “yo”, ¿certifica su irrelevancia? ¿Debemos sumarnos a la aseveración de que “el ‘yo’ no importa”? No lo creo. Más bien observo conclusiones un tanto frívolas en las tesis de Parfit1. Volvamos a sus ejemplos:

Imaginemos que el teletransportador creó otro ser humano igual a mí mismo. Justo en el instante que nos damos cuenta de ello, dejamos de ser la misma persona, somos dos seres humanos con mucho de igual, pero ya algo distinto. Ser persona es ante todo “ser un cuerpo”3 que experimenta emociones de las que es consciente y que podrá recordar. El aparato teletransportador ha creado por error dos seres humanos a partir de uno, con el consiguiente lío legal, pero en la hipótesis que manejamos serán dos seres humanos únicos y completos.

Segundo ejemplo: trasplantan nuestra otra mitad de cerebro, dando lugar a otro sujeto más o menos completo, en todo caso tan completo como nosotros. Otro lío legal, pero no filosófico. Ambas partes son legítimamente “yo”, pero los dos seres humanos resultantes ya son distintos en su primer segundo de existencia separada, como la bacteria que se reproduce por mitosis (salvando las distancias y sin ganas de ofender).

Tercer y cuarto ejemplos, en los que nos instalan bioprótesis. Estos casos están afectados por la paradoja del sorites (o del montón). ¿Cuántos granos de arena hacen un montón de arena? O como propuso Peter Unger, ¿cuántas células de mi cuerpo puedo sacar sin dejar de ser “yo”? Son preguntas que alguna respuesta tienen, a condición de aplicar conceptos de lógica borrosa. La función de pertenencia, por ejemplo, determina entre los valores polares “es persona” y “deja de ser persona”, el terreno fronterizo en que deberemos abstenernos de opinar, y aquellos otros en los que sí afirmaremos con bastante seguridad uno de los valores polares en juego. Pero de una paradoja de sorites no se deduce la irrelevancia del “yo”.

Por todo lo expuesto la afirmación de que “el ‘yo’ no importa” no puede sustentarse en argumentos tan baladíes. Es como si un coche dejara de tener valor porque averiguamos que está compuesto de piezas y que sacando las bujías o la batería deja de funcionar. Más serio es el argumento de Locke relativo a la variabilidad y fragilidad del “yo”. Si podemos ser una persona distinta con sólo proponérnoslo, si los contextos en los que vivimos pueden convertir a un monje en un asesino en serie… ¿no parecería nuestro “yo” bien poca cosa, un concepto arreglado sobre todo para hacernos “responsables” de nuestros actos, y de tal manera asegurar el funcionamiento social?

Capacidad adaptativa

No nos precipitemos. Es cierto que existe cierta fragilidad evolutiva del “yo” en la vida de muchas personas, pero se debe a esta capacidad adaptativa que nos permite vivir algo mejor o simplemente mal que bien. El “yo”, por fortuna, no es estático, y pagamos con cierto grado de fragilidad esta propiedad morfológica. También es cierto que no encontraremos nunca una estructura anatómica en la que se asiente el “yo”, porque el “yo” es una sumatoria de funciones. ¡Qué fácil resulta diluir el “yo”! (piénsese en determinados experimentos de deprivación sensorial). Pero en este punto cabe preguntarse si Parfit no estará confundiendo la gimnasia con la magnesia, si en el fondo no nos está expresando su decepción por no ser “algo más” que este emborronado “yo”. Pero ¿cuáles son los beneficios de mantener una creencia tan negativa hacia el “yo”?

Si no nos creemos que nuestro “yo” sea importante, tampoco nos creeremos la importancia de nuestro sufrimiento, ni de nuestra muerte. En eso parece tener el budismo cierta superioridad sobre otras filosofías. Pero, desgraciadamente, desvalorizar el “yo” supone también desvalorizar las experiencias vitales y el valor de la vida misma. En el plano práctico dejamos de experimentar el dolor a costa de renunciar al placer y en el plano filosófico, ¿es legítimo deducir de la fragilidad del “yo” que la vida vale bien poco? ¡Vaya manera de anestesiar la vida! Sinceramente, prefiero quedarme con mi desvencijado “yo”, y que aguante lo que pueda…

Usted cree que, por el simple hecho de llamarse Juan o Mercedes, usted es Juan o Mercedes toda su vida. Pero, ¿qué conserva de verdad del Juan o Mercedes de hace 20 años?

Bibliografía

1. Parfit D. La irrelevancia del yo. En: Persona, racionalidad y tiempo. Madrid: Editorial Síntesis; 2004. 
2. Hume D. Tratado sobre la naturaleza humana. Madrid: Alianza Editorial; 2000. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/ 01479429800114973089079/index.htm 
3. Marías J. Antropología metafísica. En: Obras completas, Tomo X. Madrid: Revista de Occidente; 1982. 
4. Marías J. Persona. Madrid: Alianza Editorial; 1996. 
5. Locke J. Ensayo sobre el entendimiento humano. México DF: Fondo de Cultura Económica; 1956. Disponible en: http://usuarios.lycos.es/Cantemar/ Locke.html

 

http://www.jano.es/jano/humanidades/medicas/dr/f/borrell/i/carrio/“yo”/no/importa/_f-303+iditem-2719+idtabla-4+tipo-10


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